domingo, 29 de mayo de 2016

Idealismo Conceptual.

El realismo y el idealismo han sido históricamente posturas (o más bien, clases de posturas) rivales. Por un lado, el realismo hace énfasis en que la realidad es independiente de la mente. Por otro, el idealismo insiste, en sus diferentes versiones, en que la realidad y la mente humana están fundamentalmente coordinadas, ya sea por medio de la reducción conceptual de la primera a la segunda, como sostenía Berkeley, porque la primera no exista, como sostienen los solipsistas,  porque la primera sea causada por la segunda, como sostiene el espiritismo místico, o porque la primera sea un subtipo de la segunda, como sostiene el panpsiquismo. Obviamente no toda la realidad es causalmente independiente de la mente: existen las creaciones humanas. Por tanto el realismo insiste en que la realidad es independientemente de las creencias que se puedan tener acerca de ésta, mientras que el idealismo por lo general niega esta tesis.
Sin embargo, según el filósofo alemán Nicholas Rescher, se pueden formular posturas realistas e idealistas plausibles a la vez que mutuamente coherentes. El reconocido filósofo de la Universidad de Pittsburgh describe su postura de la siguiente forma: “lo que es correcto en la tesis idealista es que, cuando hacemos preguntas a la naturaleza por medio de la observación y la experimentación, lo hacemos utilizando nuestros propios términos de referencia: todo lo que la naturaleza nos va a dar, en el mejor de los casos, son respuestas a las preguntas que nosotros le hemos formulado. Lo que es correcto en la tesis realista es que esas respuestas adquieren su valor de verdad por medio de lo que la realidad dispone, y no por nuestras acciones, preferencias o pensamientos”.
Clarificaremos a continuación lo que se intenta decir por esto. Se deben distinguir dos tipos de dependencias en este punto (esto será crucial para evitar las confusiones y plantear la tesis híbrida entre el idealismo y el realismo): dependencia superveniente y dependencia conceptual. El mal olor de un objeto, por ejemplo, depende (al menos en parte) de la composición química de éste, en el sentido de la superveniencia (dicho otro modo, si la composición química fuera diferente, quizás el objeto en cuestión no tendría el olor que tiene). En cambio, el mal olor depende de la mente humana (en realidad, de cualquier mente perteneciente a un organismo con sentido del olfato), en el sentido de que al decir que esto o aquello posee un mal olor, se está haciendo referencia tácita al funcionamiento de una mente de estas características. Había, desde luego, cosas malolientes antes de que existieran los humanos, y el azufre es un ejemplo bien claro, pero sólo en el sentido de que “si hubiera habido un humano o algún organismo con sentido del olfato con el mismo pasado evolutivo (al menos en los aspectos relevantes) para oler el azufre en esos momentos, habría sentido un mal olor”. Lo mismo ocurre con la formulación matemática de las leyes que describen, por ejemplo, la mecánica celeste; cuando no había humanos, el formalismo no existía aún, pero si hubiera existido (es decir, si hubiera habido humanos que desarrollaran las respectivas teorías matemáticas), habría sido adecuado para describir esa clase de fenómenos. Tanto el mal olor como la descripción matemática de ciertos fenómenos, hacen esencialmente referencia inevitable (aunque muchas veces tan sólo de forma implícita) al concepto de mente, pero no en el sentido de que si nuestra mente hubiera sido diferente ese formalismo habría resultado inadecuado o el azufre habría olido diferente, sino en el sentido de que cualquier tesis acerca del mal olor o del formalismo perdería su contenido semántico. Rescher propone que la realidad es como el mal olor o como las ecuaciones de la física en este respecto; plantearemos su argumentación al respecto a la brevedad. Pero en este punto se hace necesario, sin embargo, aclarar que con dependencia conceptual no nos referimos al hecho trivial que para describir la realidad hacen falta conceptos creados por la mente. No se trata de los conceptos, sino de su contenido. Está claro que los conceptos son creaciones mentales, pero la tesis del idealismo conceptual (pues es así como Rescher denomina a su idealismo) no se limita a esta obviedad; la tesis propone que no sólo los conceptos son causalmente dependientes de la mente, sino que el contenido de éstos (i. e. a qué se refieren) es conceptualmente dependiente de la mente. Así, por ejemplo, mientras “el Sol es una estrella” es dependiente de la mente en el sentido obvio de que es expresado mediante conceptos humanos, no es conceptualmente dependiente de la mente en cuanto a que expresar tal tesis no es decir nada sobre la mente (no ocurre lo mismo con el mal olor o con el formalismo matemático de las leyes naturales, dos casos paradigmáticos que discutimos anteriormente).
Una vez clarificado esto, nos disponemos a divulgar el trasfondo argumentativo de la idea de Rescher. Todo empieza con las proposiciones modales; afirmaciones tales como “si hubiera faltado al examen, habría desaprobado” o “si no me hubiera roto el hueso, hoy no estaría en el hospital”. Este tipo de enunciados, con la estructura “si A entonces B”, pertenecen al reino ya no de lo real, sino de lo meramente posible. En otras palabras, sus antecedentes son meramente hipotéticos. Pero supongamos que yo dijera “si sonara el teléfono, Juan se pondría muy nervioso”, y luego suena el teléfono y Juan se pone nervioso. Pareciera que lo que acabo de decir es verdad, pero al detenernos a considerar mi dicho, se nota claramente que lo que acabo de expresar no equivale a declarar “el teléfono sonará y Juan se pondrá nervioso”. Esto último no es más que la conjunción de dos predicciones, mientras que lo primero habla de una dependencia causal, a saber, de que Juan se pone nervioso en virtud de que el teléfono suena. Pero ¿qué se intenta decir con “en virtud de…”? Lo que se intenta decir es que “si el teléfono no hubiera sonado, Juan no se habría puesto nervioso”. Pero habíamos dicho que el teléfono de hecho sonó, por lo cual nuevamente estamos ante una afirmación que no se limita a describir lo que realmente sucede, sino que también posee un contenido acerca de qué habría sucedido si las cosas hubieran sido de otro modo.
En el terreno de lo meramente hipotético, sin embargo, hay proposiciones objetivamente verdaderas o falsas. Por ejemplo, si decimos que no hay nadie en la casa de Pedro, podemos afirmar con total seguridad que “si el teléfono suena en la casa de Pedro, nadie lo atenderá”. Si luego resulta ser que no se recibió ninguna llamada, el condicional contrafáctico en cuestión sigue siendo totalmente verdadero; en cambio, si decimos que la mamá de María llama a su hija dos veces por día, ni más ni menos, entonces podemos decir que “si en cierta fecha en lo que va del día –digamos que son las 18:00 hs.– la madre no ha llamado ninguna vez, entonces en lo que resta de la jornada la madre llamará tres veces” es claramente falso, incluso si la madre llamara siempre por lo menos una vez antes de las 18:00 hs..
Podemos afirmar, por tanto, que el terreno de la mera posibilidad, pese a su carácter hipotético, dista de ser un terreno en el que “todo vale” o en el cual “todo es relativo”. Es claro, al mismo tiempo, que las situaciones meramente posibles no pueden tener ninguna influencia causal en el mundo real, ya que perderían su carácter de hipotéticas y pasarían a ser (valga la redundancia) reales. Por tanto parecería un misterio el cómo adquirimos conocimientos acerca de lo meramente posible, es decir, cómo podemos discernir entre las oraciones modales verdaderas y las falsas. Por otro lado, desde el punto de vista evolutivo se ve claramente por qué conviene que tengamos pensamientos acerca de posibilidades; por ejemplo, antes de tomar una decisión (entre correr de una potencial amenaza o esconderse) hay que evaluar qué sucedería en esos casos, que hasta que no se elige entre ellos, son ambos igual de hipotéticos. Lo más plausible, pues, es que la respuesta a nuestros interrogantes sea simplemente que el discurso sobre lo posible-pero-no-(necesariamente-) real es un artefacto intelectual del cual nos ha dotado la evolución dado su éxito pragmático. Esto, sin embargo, no significa que debemos caer en un relativismo acerca de las afirmaciones de “qué pasaría si tal o cual cosa ocurriese”: que cierto tipo de discurso no tenga sus fundamentos en la realidad (y ciertamente el discurso modal carece de anclaje en el mundo real) para nada significa que cualquier utilización de ese recurso mental sea adecuada. Estamos, por tanto, ante un caso claro y evidente de dependencia mental (dependencia no en términos causales sino conceptuales) del dominio de lo posible. Veamos qué implicancias tiene esto.
Es claro que los objetos a nuestro alrededor poseen cualidades (por ejemplo el azul de mi bicicleta) que cambian en el tiempo (por ejemplo si la pintura de mi bicicleta se oxida o se desgasta). Esos cambios están gobernados por leyes, al menos en los dominios en los cuales las ciencias exactas se pueden declarar competentes. Por ejemplo, sabemos que las propiedades espaciales de un objeto (la localización, la forma, la distancia con otros objetos, etc.) pueden cambiar. Si tenemos un objeto metálico –un clip de oficina, digamos– y lo acercamos a un imán, su distancia con respecto a éste disminuirá naturalmente, sin que hagamos más que dejarlo, inicialmente, en su lugar. Algo parecido sucede ya no en contextos electromagnéticos sino en contextos gravitatorios. De hecho, se puede medir razonablemente bien la atracción gravitatoria entre dos cuerpos de masa m1 y m2 respectivamente separados por una distancia d, con la fórmula (G x m1 x m2)/d2 , donde “G” es la constante de Newton. Estos casos se conocen como leyes naturales. Curiosamente, estas leyes no sólo describen (o intentan describir) la realidad (por ejemplo, esta sencilla ecuación se puede utilizar para calcular la fuerza gravitatoria entre la Tierra y la Luna, o entre Júpiter y el Sol) sino que describen también qué pasaría en determinadas situaciones que no necesariamente presentan un correlato en la realidad. Por ejemplo, de esta ley yo puedo derivar que si el Universo consistiera de nada más que dos esferas que pesaran 1kg y 2kg respectivamente y estuvieran separadas por una distancia de 3 km, entonces la atracción gravitatoria entre estas dos esferas sería descrita por la fórmula (G x 1kg x 2kg)/9km2. Sin embargo, el Universo ni consiste ni consistió (ni consistirá) en dos esferas, ni con estas masas ni con ninguna otra masa que se pueda concebir. Podemos afirmar, en consecuencia, que las leyes naturales, al trascender el mundo de lo real y abarcar también el de lo meramente posible, son conceptualmente dependientes de la mente, ya que las posibilidades lo son, como se vio en el párrafo anterior.
Por tanto si aceptamos que las posibilidades son conceptualmente dependientes de la mente, nos vemos obligados a concluir que las leyes también los son. Pero aquí no termina la historia: hablamos previamente de las propiedades de los objetos, pero tan sólo mencionándolas superficialmente. Ahora bien; ¿qué son las propiedades? Una pista de la cual disponemos para empezar a analizar este concepto es la siguiente: las propiedades confieren poderes o capacidades a sus portadores. Por ejemplo, la propiedad de ser esférico confiere el poder de rodar. La propiedad de ser caliente confiere la capacidad de derretir el hielo. De hecho, cuando observamos el mundo, en realidad estamos observando los efectos que tiene el mundo sobre nosotros. Si decimos que algo es amarillo en realidad estamos diciendo que absorbe todos los colores excepto el amarillo, el cual rebota y llega a nuestros ojos que, si todo va bien, actúan de tal forma que desencadenan un proceso en el sistema nervioso que culmina en última instancia en que veamos al amarillo como una propiedad de ese objeto.  Por tanto, todo lo que podemos en principio conocer acerca de los objetos y sus propiedades está limitado por lo que estos pueden causar, por los procesos que pueden desencadenar. Incluso en ciencia esto es así: si existiera una propiedad causalmente inerte, entonces no podría ni siquiera ser detectada por el más sofisticado equipamiento experimental, ya que para detectar algo, ese “algo” tiene que producir un cambio en el dispositivo de detección (sea éste nuestros ojos y nuestro cerebro o un artefacto tecnológico especialmente diseñado para las circunstancias), lo cual no podrá hacer en caso de ser causalmente inerte. En consecuencia, cualquier propiedad o rasgo de un objeto que podamos en principio intentar conocer debe ser capaz de, en las circunstancias adecuadas, desencadenar un proceso que podamos detectar, al menos en principio. Qué procesos siguen a cuales propiedades en qué circunstancias, qué capacidades puede tener un objeto si tiene cierta propiedad, es un tema determinado por las leyes naturales. Volviendo a un ejemplo que citamos anteriormente, la masa de un objeto se puede saber viendo cómo interactúa con otros objetos en términos gravitatorios. Dicho de una forma más sencilla y más intuitiva desde el punto de vista de la vida cotidiana, si tenemos un objeto muy pesado, sabemos que es muy pesado porque cuesta levantarlo, fenómeno causado por su atracción gravitatoria a la Tierra. Si las leyes que dominan el funcionamiento de la gravitación fueran diferentes, nuestra forma de saber cuánto pesa algo aquí en la Tierra se verían afectadas correspondientemente. Toda propiedad que sea detectable debe desencadenar un proceso causal distintivo y para eso debe funcionar de acuerdo a una ley natural. Vemos que, al estar tan intrincados los conceptos de ley natural y de propiedad, es inevitable que si las leyes naturales dependen conceptualmente de la mente, lo mismo sucederá con las propiedades.
Podemos armar una lista provisoria de ítems de nuestro discurso que dependen conceptualmente de la mente, siempre recordando que con “dependencia conceptual” no estamos diciendo que sin mentes estos ítems no serían como son (por ejemplo, no estamos diciendo que la ley de la gravedad no sería cierta si no hubiera mentes), sino que al referirnos a estos ítems estamos haciendo referencia indirecta al concepto de mente. Se vería (inicialmente) así:
·         La posibilidad
·         Las leyes naturales.
·         Las propiedades.
Está bien claro que todo lo que sucede deja secuelas. Todo acontecimiento causa otros acontecimientos, por más pequeños o irrelevantes que sean. La idea de causalidad está presente en todo momento de nuestras vidas cotidianas. Analicemos esta idea más detenidamente. Cuando decimos que “A causó B” no estamos meramente diciendo que “Sucedió A y sucedió B”; intentamos decir algo más, a saber: “Sucedió A, y luego sucedió B gracias a que A había ocurrido previamente”. Este “gracias a significa que si A no hubiera ocurrido, entonces el acontecimiento B no necesariamente habría tenido lugar. Sin embargo, A sucedió, por lo que al atrevernos a declarar que A causó B estamos en parte diciendo algo sobre una situación hipotética (“si A no hubiera ocurrido…”). Se hace evidente que la causación (la relación causa-efecto) está inseparablemente ligada al reino de lo meramente posible. Al ser la posibilidad (según la lista incompleta previamente delineada) conceptualmente dependiente de la mente, la causalidad también lo es en consecuencia. Se desprende inmediatamente que el ordenamiento temporal también tiene que serlo, porque cuando decimos que “el momento A viene (objetivamente) antes que el momento B” estamos diciendo que dentro de A hay acontecimientos que son causas de otros, y que algunos de esos otros eventos conforman B. Esto está en acuerdo perfecto con la Teoría Especial de la Relatividad, propuesta en 1905 por Albert Einstein y corroborada en numerosos experimentos subsiguientes con un detalle y una exactitud cada vez mayores: si dos eventos están causalmente desligados, entonces no se puede establecer que uno venga antes del otro de una manera universal (i. e. válida para todos los observadores). Si el ordenamiento temporal depende de esta forma tan absoluta del ordenamiento causal de los eventos, y la idea de causación involucra tácitamente la idea de mente, entonces debemos aceptar que el ordenamiento temporal depende conceptualmente de la mente. Y dado que el tiempo no es más que el orden de los momentos, tenemos que aceptar que el tiempo depende conceptualmente de la mente. Y no es que antes de que existieran mentes no había tiempo (¿quién podría sostener semejante locura?), sino que el concepto de tiempo involucra el concepto de mente (recordemos, como una analogía, el ejemplo del mal olor). Menos evidente sea quizás el caso del espacio, cuya dependencia de la mente es más compleja de establecer. Esta dependencia se puede derivar de lo dicho previamente de la siguiente forma: el espacio es el conjunto de relaciones espaciales entre los objetos. Y las relaciones espaciales entre dos lugares se establecen (en el contexto de la física actual) en cuánto se tarda de llegar de un lugar al otro si se viaja a la velocidad de la luz (la cual es máxima). Por tanto, como es sabido por los físicos desde principios del siglo XX, la idea de espacio no tiene sentido a menos a la luz del concepto de tiempo. Si el tiempo es conceptualmente dependiente de la mente, entonces lo mismo debe suceder con el espacio.
Ya podemos ir ampliando nuestra lista de ítems dependientes de la mente en el sentido conceptual (no en el sentido de superveniencia).
·         La posibilidad.
·         Las leyes naturales.
·         Las propiedades.
·         La causalidad.
·         El tiempo.
·         El espacio.

Tampoco termina aquí la historia. Debemos preguntarnos, así como nos preguntamos qué es ser una propiedad, ¿qué es ser un objeto? Podemos estar seguros que un objeto no es meramente “algo que posee propiedades y que ocupa una región bien definida del espacio durante un período definido de tiempo”: los contenidos de una región del espaciotiempo arbitrariamente elegida no califican automáticamente como un objeto, por más que tengan cierta forma, cierto tamaño, etc., y que éstos sean propiedades. Al parecer, ser un objeto no es una propiedad como cualquier otra: no parece conferir ningún poder. Por tanto una línea promisoria de atacar la cuestión de cómo definir el término “objeto” es la siguiente: ser un objeto es ser algo identificable (aunque no necesariamente identificado) como tal. Este enfoque, consistente con las consideraciones previas, parece bastante promisorio, pero podemos preguntar ¿qué significa “identificable”? Como cualquier adjetivo de este tipo, su significado está definido en términos de posibilidad; en este caso particular, “identificable” equivale a “posible de identificar”. Pero si la posibilidad está en nuestra lista de ítems conceptualmente dependientes de la mente, el ser identificable también debe estarlo. Por tanto el discurso acerca de los objetos depende conceptualmente de la mente. Como corolario, vale la pena notar que los conceptos de cantidad, al estar ligados a la noción de objeto, también deben aparecer en nuestra lista, la cual ampliamos a continuación:
·         La posibilidad.
·         Las leyes naturales.
·         Las propiedades.
·         La causalidad.
·         El tiempo.
·         El espacio.
·         Los objetos.
·         Las cantidades.
Por último, pensemos qué significa existir (materialmente). Hay muchas definiciones que se pueden dar, pero aquí nos centraremos en dos de ellas: (i) existir materialmente es poseer energía (entendida como la capacidad de producir cambios) & (ii) existir materialmente es ser detectable, quizás no por un humano, pero sí por algún tipo una especie avanzada con los dispositivos experimentales adecuados. En el primer caso, se está emparentando lo materialmente existente con lo causalmente productivo. Pero si la causalidad depende conceptualmente de la mente, lo mismo sucederá automáticamente con la existencia. En cambio, si aceptamos la segunda teoría, estamos equiparando lo existente con lo detectable, y dado que detectable no es más que “posible de detectar”, estamos empleando la noción de posibilidad en nuestra definición de existencia, siendo por tanto incapaces de evitar que la categoría de existencia material no figure en nuestra lista de ítems conceptualmente dependientes de la noción de mente. Ahora bien, el Mundo no es más que el sistema de todos los existentes. Ser parte del Mundo es existir y viceversa.  Por la misma razón que siempre (la transitividad de la dependencia conceptual), añadimos un nuevo ítem a nuestra lista: el Mundo. Actualizamos por última vez nuestra lista de dominios de discurso que se refieren implícitamente, cuya versión final se ve así:
·         La posibilidad.
·         Las leyes naturales.
·         Las propiedades.
·         La causalidad.
·         El tiempo.
·         El espacio.
·         Los objetos.
·         Las cantidades.
·         La existencia.
·         El Mundo.

Estamos aquí ante un idealismo conceptual, en el cual la realidad depende en casi todos sus aspectos de la mente, siempre y cuando aclaremos que la dependencia en cuestión es conceptual. Este idealismo conceptual es perfectamente compatible con el realismo, formulado éste de la siguiente forma: “ser un hecho no implica que alguien crea que X es un hecho y que alguien crea que X es un hecho no implica que lo sea”. Esta conjunción de Idealismo Conceptual y Realismo [moderado], al ser no sólo compatibles sino plausibles cada uno por su cuenta, debería dar por terminada la disputa entre estas posiciones históricamente contrarias.

Michael Janou Glaeser. 

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